lunes, 21 de junio de 2010

La mañana de la muerte de José Saramago


Mañana de sábado. Recién levantado leo Caín, la última novela de José Saramago. En ella desafía a Dios. De fondo suena la radio anunciando la muerte del autor. Cierro el libro y lo primero que me pide la mirada es su obra (casi entera) en un rincón de mi librería.

Corría 1995 cuando alguien me habló de Memorial del Convento; busco en una enciclopedia el Convento de Mafra que aparece en la portada y me lanzo a leer por primera vez a Saramago. Más allá de la anécdota histórica surge la poesía: ¡a quién se le podría ocurrir intentar volar en la Lisboa del siglo XVIII sino a un cura soñador! El sueño de la passarola revolotea como una mariposa por entre las páginas de la novela y haciéndome de guía en mi viaje por la Lisboa barroca y soñadora, aunque en este caso no sueñe con dominar los vientos del océano, sino con los del cielo. A partir de aquí, Saramago me convenció de que el fondo de su prosa se parecia a la poética que yo buscaba. Solo me hacía falta confirmarlo.

En Levantado del suelo vi la realidad más cruda alzarse hasta la libertad de una revolución necesaria. Un suelo que, aunque pobre, da la vida, crea el fruto que hace posible lo más grande y lo más pequeño. Saramago sublima lo inadvertido como elemento único y vital, la persona más humilde, el esfuerzo más vano, la porción de tierra más salobre tienen todos una esperanza y a la vez un fin. No obstante, Saramago ve una sociedad enferma, que puede perder su sitio y vagar sin rumbo (La balsa de piedra) o padecer una absurda enfermedad como en su excelente Ensayo sobre la ceguera (continuado en Ensayo sobre la lucidez, tan peligrosa como esta ceguera). Aquí comienzan a desaparecer los nombres pues poco importan sino sus contenidos. En Ensayo sobre la ceguera no aparece ninguno, pero todos sabemos quién es quién (o quiénes somos quiénes).

Paradójicamente, una novela titulada Todos los nombres sigue esta línea y solo aparece el del pequeño burócrata don José, desafiando largos pasillos y laberintos de silencio y oscuridad, buscando nombres, en concreto uno, a quien rescatar de la negrura de un fichero polvoriento o de la misma muerte. Impecable el diálogo de don José con el pastor en el cementerio y el final que deja una dulce sonrisa embobada en los labios. Una muerte también puesta en cuestión y desafiada en Las intermitencias de la muerte.

Saramago me hizo creer en un mundo que tiene que cambiar y puede hacerlo. Una caverna oculta en una inmensidad es lo que queda de la pureza de la vida. Recuerdo haber visitado Lisboa cuando publicó La Caverna. Allí acababa de abrirse un inmenso centro comercial y en ese momento me vi dentro de la novela de Saramago; busqué al sencillo alfarero pero no lo vi por ninguna parte. Quizá éramos cada uno de nosotros ese alfarero que cualquier día dejaría de tener sentido. Recordé los ingentes edificios que dibujaba Chumy Chúmez y la pulguita de humano que se postraba ante ellos. Salgo a la calle hoy y no tengo que andar mucho para verme de nuevo en la novela de Saramago y buscar mi caverna donde seguir siendo yo.

José Saramago ha estado en el mundo desde el principio, pisando la tierra. En su discurso del Premio Nóbel dijo que el hombre más sabio que había conocido había sido su abuelo, un pastor que nunca supo leer ni escribir. Siempre fue consecuente con sus principios e ideales hasta el final, marcados por una infancia casi nómada y sin apenas recursos para sus ganas de estudiar y aprender. Se hizo a sí mismo. Su obra no se puede desvincular de su vida, influyendo hasta en el hecho de irse de Portugal tras verse rechazado por la publicación del Evangelio según Jesucristo, un personaje al que dibuja como don José en Todos los nombres, como al alfarero de La Caverna, como al inventor de la passarola, como a los agricultores de Alzado del suelo, como al hombre que víctima de la ceguera blanca se para delante del semáforo, como a todos ellos describe a un Jesucristo pura y sencillamente humano. Y desde Lanzarote siguió observando el discurrir de la vida. Nos vio como el elefante que parece realizar un absurdo y caprichoso viaje y que resulta siendo la vida entera del animal (El viaje del elefante).

Alguien podrá traerle de nuevo a la vida como él rescató de la muerte a Fernando Pessoa en El año de la muerte de Ricardo Reis, obra de obligada lectura para un poeta que cree en las circunstancias que rodean los versos. Pero no será necesario. Su obra nos hablará de él, sin nombre, pues poco importan los nombres en su obra, pero con hechos que al fin y a la postre es lo que nos salva verdaderamente de la muerte.

Vuelvo a Caín y comprendo que Dios no se ha vengado de José Saramago por su continuo desafío humano; no lo ha hecho; nunca podría.

Javier Carmona.

2 comentarios:

  1. Excelente trabaj, mi querido amigo Javier, muy en tu línea sobria precisa y concienzuda. No he leído gran cosa de Saramago, pero "Memorial del convento" me impactó; creo que es una de las mejores obras, sino la mejor, junto a "Los pilares de la tierra" que trata el tema de la construcción de edificios en la Edad Media, y si tuviese que elegir, creo que me quedaría con las dos.
    Fuerte el abrazo junto a mis felicitaciones;
    Félix.

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  2. Por fin tengo el ordenador en orden y algo de tiempo para leer el blog de Gallos.

    Amigo Francisco Javier, difícilmente se pueda hacer un comentario de la obra de Saramago tan completo con menos palabras, en hora buena por este trabajo que sabiendo de tu afecto para con la literatura portuguesa, sé que este sábado habrás estado algo triste, la muerte de Saramago nos ha invadido a todos de un modo u otro, algunos para recordar su obra y su lucha por la dignidad, a otros para lanzarse como hienas sobre los despojos, definiéndolo como: un "populista extremista" de ideología antirreligiosa y anclado en el marxismo, por sus palabras les conoceréis, allá cada cual con su conciencia.
    Gracias de nuevo por este paseo por la obra de Saramago.

    Un abrazo

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