Palabras
de homenaje a Félix Grande.
Mérida
20 de Marzo 2014.
José
Manuel Panea Márquez.
¿Dónde
acaba el poeta Félix Grande y empieza el ensayista? Félix Grande
es, ante todo, un hombre vertebrado por la poesía, y es poeta
cuando conversa, cuando escribe en verso y en prosa, y cuando,
ejerciendo el ensayo, piensa y reflexiona, porque entonces lo hace
con la sensibilidad del poeta, con ojo bien entrenado en el mirar
inteligente, que le enseñara su maestro Machado, y con la hondura
existencial de su otro gran maestro, César Vallejo. Machado y
Vallejo son los ejes sobre los que se vertebran los puntos cardinales
de las galerías del alma de nuestro poeta y ensayista, Félix
Grande, el prócer emeritense que hoy homenajeamos y honramos.
Pero
no sólo la mirada inteligente, sino también la economía expresiva
y certera de Machado, caracteriza a nuestro ensayista poeta, que no
hace concesiones a retóricas vacías, y que, sin abandonar nunca la
precisión y la belleza, se concentra siempre, cual arquero virtuoso
que aspira a dar en el blanco, en aquello que la verdad, y, por lo
tanto, la justicia, demandan.
De
su vasta producción como ensayista quiero destacar su libro ejemplar
sobre Luis Rosales, quien pasó a ser de apestado falangista, en sus
propias palabras, a muy digno y admirado poeta y amigo. Su obra La
calumnia. De cómo a Luis Rosales, por defender a Federico García
Lorca, lo persiguieron hasta la muerte [
Mondadori, Madrid, 1987], es todo un paradigma de virtud, que nos
habla de la enorme inteligencia y grandeza de alma del poeta y
ensayista emeritense. Pocas lecciones vivas de autocrítica, de
búsqueda sincera de la verdad, de reconocimiento del carácter
sacrosanto de la persona por encima de ideologías de distinto cuño,
de defensa de la libertad, de la amistad y de la justicia pueden
encontrarse que estén a la altura de esta obra. La calumnia, como
tal, es repugnante, porque expresa la inversión maliciosa de la
verdad y, por tanto, de la justicia.
Pero
esta obra no es sólo el resultado de una minuciosa investigación,
sino que expresa la evolución personal y el enriquecimiento
intelectual de alguien que supera la barrera de los prejuicios
ideológicos.
El
encuentro del joven Félix Grande y Luis Rosales, una noche de
septiembre de 1960, mientras tomaban “pescao” frito y bebían
amontillado en una taberna de Madrid, al tiempo que hablaban y
discutían de Sartre y la libertad, dejaría en Grande una huella
imborrable. Varios meses antes, en julio del 60, su amigo Fernando
Quiñones le había propuesto al joven Félix, por entonces en paro,
mientras su padre y hermanos se deslomaban trabajando, que le hiciera
llegar al consagrado poeta Luis Rosales algunos textos suyos. Sería
entonces cuando Félix Grande pronunció aquella frase, hija del
radicalismo indocumentado del joven aprendiz de poeta, de la que se
arrepentiría y avergonzaría luego tanto: “¡Pero
Fernando, si es un falangista!”. La severa reprimenda de F.
Quiñones no se hizo esperar, pero no aflojaron entonces la
obstinación de un joven que, según confesión propia, se dejaba
llevar por una desinformación estúpida e irresponsable. Por
supuesto, Félix no entregaría entonces sus textos al consagrado
poeta. Pero bastaron siete u ocho semanas, en pleno Septiembre ya,
para que el joven Grande escuchara al propio Rosales decir “con
impecable acento andaluz”: “la
vida es una lágrima testaruda...”. A partir de ahí
el joven Félix barruntará que algo había cambiado en su interior:
del desprecio pasará al deseo de hablar con él. Escuchará a
Rosales sabiendo que sus palabras tienen peso específico, aunque
todavía se resistirá a concederle cualquier atisbo de verdad. Dice
Grande recordando aquel encuentro:
“[Rosales]
Sabe que habla con fuerza de gravedad, lo sabe muy bien. En su
conversación no falta una especie de coquetería intelectual.
Tampoco estorba. Enseguida descubriré que ese hombre también
escucha con fuerza de gravedad. (…) Quiere convencerme de que el
hombre es libre. Es la época en la que Sartre trata de convencerme
de lo mismo. Me resisto a los dos. Ese hombre me deslumbra, pero no
me convence. No puede convencerme. No puedo dejar de escucharlo”
(21).
Desde
ese encuentro, y desde la cercanía que ha propiciado la
conversación, Rosales, el poeta y el hombre, cautiva progresivamente
a Grande. Y, muchos años después, Grande afirmará con rotunda
gratitud: “Tendrá que suceder algo inimaginable para que yo niegue
lo que debo a ese hombre ”. (22) ( En efecto, todo
cambiará desde ese día. Reconoce que él por Rosales, hasta la
fecha, sólo había sentido prevención, desconfianza o desdén, como
tantos muchachos jóvenes llegados a Madrid, que había oído decir
de él no sólo que era falangista, sino algo peor aún: “yo había
oído y creído, algo
gravísimo: que Luis Rosales era cómplice del asesinato de Lorca”,
confiesa. (26)
Reconoce
Grande la magnitud y lo nauseabundo de la calumnia, y apuntará que
“aún hay ratas que se afanan, nocturna, oblicuamente, en propagar
esa peste”, y no ya por resentimiento o ambición, sino por
irresponsabilidad y frivolidad. Sin duda, “esa era una de las más
nauseabundas calumnias que ensuciaban desde la guerra la inocencia de
la verdad civil y la honradez y el coraje de un hombre” (26). Tras
un cuarto de siglo, reconoce haber vivido muchas horas “con ese
gran poeta, con aquel hombre grande y fuerte” (27). Y añade:
“Durante muchos años he contemplado con cuánta dignidad ha
llevado ese hombre sobre la espalda su testaruda lágrima, con qué
profunda dignidad ha soportado el peso de la difamación.” (28)
Con
este libro, pues, La calumnia, pretende Grande hacer justicia
a tan pavorosa injusticia. (28)
Pues
bien, a Grande le hubiera bastado haber comprendido el tamaño de
semejante injusticia y nada más; arrepentirse y hasta avergonzarse
de haber sido un joven que con ligereza irresponsable habría
sucumbido al prejuicio y a la injusta difamación, y nada más. Pero
no. Félix Grande acometería la tarea inmensa de leerlo todo sobre
Lorca y Rosales, de ordenar el material, pensar el modo de abordarlo,
y escribirlo con meridiana claridad. Pero si excelso es este libro,
por la pulcritud con la que se relata la verdad, no lo es menos por
el valor moral que alientan sus palabras, y que nos ofrece una
justificación y una semblanza del ensayista y del hombre
comprometido siempre con la verdad y la justicia.
Porque,
llegados a este punto, en efecto, podríamos preguntarnos por qué a
Félix Grande, una vez reconocido su vergonzoso prejuicio contra
Rosales, y arrepentido y abochornado por haber creído en la
calumnia que tan injustamente se había tejido en torno a él, no le
bastó el arrepentimiento o la pública confesión. Félix Grande fue
más allá. Escribió un libro. Pero no era un libro sólo sobre
Lorca y Rosales. Era también un libro sobre la calumnia como
tal, en la que aquellos dos inmensos poetas eran los
protagonistas centrales.
Pero
si nos preguntáramos el porqué de esta repulsa a la calumnia como
tal, no bastaría la amistad que luego fue tejiéndose con Rosales
para explicarla. El poeta ensayista Félix Grande había vivido ya
muy atrás, siendo muy niño, la calumnia. Era muy niño cuando supo
el significado de la misma. Aunque él no haya trazado la conexión
de un modo explícito, creo que es esa vivencia temprana la que, de
la mano del excelso magisterio de su padre, le llevó a ser un
intelectual íntegro, y no un intelectual de salón, o de cuarta
fila. Grande nos cuenta los hechos para descartar toda sospecha sobre
su persona, para que se conozcan bien sus orígenes humildes y
republicanos. Pero al relatarnos su historia, sin darse cuenta,
Grande nos estaba presentando al niño experimentando qué es la
calumnia, y qué es la indignación ante la misma, y el camino
correcto para afrontarla. El niño Félix contaba a su padre que el
maestro había dicho que los rojos “eran unos seres satánicos, sin
entrañas ni corazón”. Fue entonces cuando su padre le daría una
de las lecciones más importantes, inolvidables y fructíferas, de su
vida, no sin antes haber escuchado, atónito, que él, su padre, era
también un “rojo”. Ante el desconcierto del chiquillo, y tras
besarlo tiernamente en la mejilla, dejaría caer sobre él, cual
semillas que aguardan el fruto, sus sabias palabras, alentándolo sin
ira ni rencor, con serenidad y perseverancia, a la búsqueda,
sosegada y sincera, de la verdad y la justicia:
“Me
contó que en las zonas republicanas también se habían cometido
crímenes. Me contó que algunos sublevados eran seres tan buenos y
tan dignos como para salvar la vida o ayudar, durante o después de
la guerra, a algunos de sus adversarios. Me explicó con paciencia, y
casi con delectación, que había habido personas bondadosas y seres
enfermos y perversos en los dos bandos de la guerra civil. Me hizo
saber, diáfana y cuidadosamente, que lo espantoso era la guerra(…)
Me pidió que tratase, cuando fuera mayor, de no caer nunca entre las
garras de una pasión política. Me pidió que, cuando creciera y
hubiese ya estudiado mucho, tratase de cumplir siempre con mi deber.
Me pidió que nunca considerase mi deber nada que se opusiese a la
libertad y a la justicia. (…) Me pidió que defendiera siempre
aquello que yo creyese justo, pero que nunca me creyese en posesión
de la verdad. Y me recomendó que cuando, en adelante, una vez que
fuese mayor, tuviese que elegir, tuviese que buscar la verdad, y me
fuese difícil encontrarla, recurriese a escuchar dentro de mí el
sentimiento de compasión. (...) ¿Somos nosotros entes monstruosos,
satánicos y todas esas leches? Asombrado y acongojado, yo miraba a
mi padre. Asombrado por la facilidad con que se cree lo que se
miente. Mi padre me besó los carrillos y repitió: ese profesor te
ha mentido y es un miserable infeliz. Cuando hable de la guerra
civil, no le creas. No sabe nada de ella. No aprendió nada en ella.
Y trata de que nadie te arrastre nunca a una guerra civil, y cuando
seas mayor lucha por que no se produzca otra guerra civil, sin dejar
de luchar por la libertad y la justicia. Tú sabrás cómo hacerlo.
Puedes empezar ahora mismo: estudiando. Estudia mucho. Aprende todo
lo que puedas saber. Los hombres son mejores cuando tienen
ilustración...Mi padre parecía creer que en un país “con mucha
ilustración” no caben las guerras civiles. Aún no sé si tenía
razón.” (41-44).
Pero
no es nuestro ínclito caballero de las letras, extremeño y manchego
universal, un idealista ingenuo o loco. Por ello mismo, aún más le
honra, en su constante empeño por la verdad y la justicia, el saber
que la batalla contra la injusticia y el mal nunca estará concluida:
“Hace
miles de años que las comunidades se defienden de los calumniadores.
Hace cuarenta y ocho años que Rosales intentó salvar la vida de
Federico García Lorca. “¡Pero Fernando, si es un falangista!”
Yo pronuncié esa frase en julio de 1960. En septiembre del mismo año
conocí a ese apestado. Desde entonces he charlado con él miles de
horas. He contemplado su lenta y digna manera de vivir. He leído
todo o casi todo cuanto se ha escrito sobre Federico y Rosales. He
leído también libros de historia, psicología, de psiquiatría. Y
he creído ver con cierta apesadumbrada claridad que no es el fracaso
de Rosales al intentar salvar la vida de su amigo y maestro lo que no
le perdonan. Lo que no le perdonan es, precisamente, que intentara
salvarle la vida a Federico. No atacan a Rosales porque muriera
Federico: cumplidamente saben que se jugó la vida para evitarlo. Lo
atacaron porque quiso salvarlo. Y mientras aquella bondad y
aquella decisión de Rosales habiten en su cuerpo vivo, seguirán
atacándolo. Esa es la ley de la calumnia. ¿Cómo acabar con ella?
No ignoro que la calumnia existe desde el origen de las comunidades.
Y no ignoro que, a lo largo de milenios de esfuerzo, ni las leyes,
los castigos, la piedad y el estudio lograron abolirla. Sé, por
tanto, que este libro es inútil. Lo escribo porque tengo que
escribirlo. Pero sin esperanza.” (50-51)
Éste
es el ejemplo inmenso de un alma inmensa. Esta es la lección suprema
de este intelectual de primerísima fila, maestro de sincera
modestia, y de probidad sin igual. Desde la clara conciencia de que
nunca alcanzaremos la victoria final sobre el mal y la injusticia,
Félix Grande, el poeta, el novelista, el ensayista, nos exhorta a
seguir en la brecha. Esta falta de esperanza, a la que se refería,
no es derrotismo fácil, ni falsa pose intelectual, sino la sobria
templanza del sabio y valiente, que en su magnanimidad y entereza, ha
vislumbrado que no hay final ni tregua posible para nuestro empeño.
Por todo ello, en este día de homenaje, el mejor tributo que
podríamos rendirle no es otro que la inconmensurable gratitud para
con su obra, imbuirnos de ella, acogerla como semilla, igual que él
un día hiciera con las sabias palabras de su padre, y dejar que haga
su lento y sosegado, y fecundo trabajo en todos nosotros. Muchas
gracias.
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