martes, 25 de marzo de 2014

HOMENAJE A FÉLIX GRANDE: José Manuel Panea habla sobre el ensayo "La Calumnia"

Palabras de homenaje a Félix Grande.
Mérida 20 de Marzo 2014.
José Manuel Panea Márquez.


¿Dónde acaba el poeta Félix Grande y empieza el ensayista? Félix Grande es, ante todo, un hombre vertebrado por la poesía, y es poeta cuando conversa, cuando escribe en verso y en prosa, y cuando, ejerciendo el ensayo, piensa y reflexiona, porque entonces lo hace con la sensibilidad del poeta, con ojo bien entrenado en el mirar inteligente, que le enseñara su maestro Machado, y con la hondura existencial de su otro gran maestro, César Vallejo. Machado y Vallejo son los ejes sobre los que se vertebran los puntos cardinales de las galerías del alma de nuestro poeta y ensayista, Félix Grande, el prócer emeritense que hoy homenajeamos y honramos.


Pero no sólo la mirada inteligente, sino también la economía expresiva y certera de Machado, caracteriza a nuestro ensayista poeta, que no hace concesiones a retóricas vacías, y que, sin abandonar nunca la precisión y la belleza, se concentra siempre, cual arquero virtuoso que aspira a dar en el blanco, en aquello que la verdad, y, por lo tanto, la justicia, demandan.

De su vasta producción como ensayista quiero destacar su libro ejemplar sobre Luis Rosales, quien pasó a ser de apestado falangista, en sus propias palabras, a muy digno y admirado poeta y amigo. Su obra La calumnia. De cómo a Luis Rosales, por defender a Federico García Lorca, lo persiguieron hasta la muerte [ Mondadori, Madrid, 1987], es todo un paradigma de virtud, que nos habla de la enorme inteligencia y grandeza de alma del poeta y ensayista emeritense. Pocas lecciones vivas de autocrítica, de búsqueda sincera de la verdad, de reconocimiento del carácter sacrosanto de la persona por encima de ideologías de distinto cuño, de defensa de la libertad, de la amistad y de la justicia pueden encontrarse que estén a la altura de esta obra. La calumnia, como tal, es repugnante, porque expresa la inversión maliciosa de la verdad y, por tanto, de la justicia.

Pero esta obra no es sólo el resultado de una minuciosa investigación, sino que expresa la evolución personal y el enriquecimiento intelectual de alguien que supera la barrera de los prejuicios ideológicos.

El encuentro del joven Félix Grande y Luis Rosales, una noche de septiembre de 1960, mientras tomaban “pescao” frito y bebían amontillado en una taberna de Madrid, al tiempo que hablaban y discutían de Sartre y la libertad, dejaría en Grande una huella imborrable. Varios meses antes, en julio del 60, su amigo Fernando Quiñones le había propuesto al joven Félix, por entonces en paro, mientras su padre y hermanos se deslomaban trabajando, que le hiciera llegar al consagrado poeta Luis Rosales algunos textos suyos. Sería entonces cuando Félix Grande pronunció aquella frase, hija del radicalismo indocumentado del joven aprendiz de poeta, de la que se arrepentiría y avergonzaría luego tanto: “¡Pero Fernando, si es un falangista!”. La severa reprimenda de F. Quiñones no se hizo esperar, pero no aflojaron entonces la obstinación de un joven que, según confesión propia, se dejaba llevar por una desinformación estúpida e irresponsable. Por supuesto, Félix no entregaría entonces sus textos al consagrado poeta. Pero bastaron siete u ocho semanas, en pleno Septiembre ya, para que el joven Grande escuchara al propio Rosales decir “con impecable acento andaluz”: “la vida es una lágrima testaruda...”. A partir de ahí el joven Félix barruntará que algo había cambiado en su interior: del desprecio pasará al deseo de hablar con él. Escuchará a Rosales sabiendo que sus palabras tienen peso específico, aunque todavía se resistirá a concederle cualquier atisbo de verdad. Dice Grande recordando aquel encuentro:

[Rosales] Sabe que habla con fuerza de gravedad, lo sabe muy bien. En su conversación no falta una especie de coquetería intelectual. Tampoco estorba. Enseguida descubriré que ese hombre también escucha con fuerza de gravedad. (…) Quiere convencerme de que el hombre es libre. Es la época en la que Sartre trata de convencerme de lo mismo. Me resisto a los dos. Ese hombre me deslumbra, pero no me convence. No puede convencerme. No puedo dejar de escucharlo” (21).

Desde ese encuentro, y desde la cercanía que ha propiciado la conversación, Rosales, el poeta y el hombre, cautiva progresivamente a Grande. Y, muchos años después, Grande afirmará con rotunda gratitud: “Tendrá que suceder algo inimaginable para que yo niegue lo que debo a ese hombre ”. (22) ( En efecto, todo cambiará desde ese día. Reconoce que él por Rosales, hasta la fecha, sólo había sentido prevención, desconfianza o desdén, como tantos muchachos jóvenes llegados a Madrid, que había oído decir de él no sólo que era falangista, sino algo peor aún: “yo había oído y creído, algo gravísimo: que Luis Rosales era cómplice del asesinato de Lorca”, confiesa. (26)

Reconoce Grande la magnitud y lo nauseabundo de la calumnia, y apuntará que “aún hay ratas que se afanan, nocturna, oblicuamente, en propagar esa peste”, y no ya por resentimiento o ambición, sino por irresponsabilidad y frivolidad. Sin duda, “esa era una de las más nauseabundas calumnias que ensuciaban desde la guerra la inocencia de la verdad civil y la honradez y el coraje de un hombre” (26). Tras un cuarto de siglo, reconoce haber vivido muchas horas “con ese gran poeta, con aquel hombre grande y fuerte” (27). Y añade: “Durante muchos años he contemplado con cuánta dignidad ha llevado ese hombre sobre la espalda su testaruda lágrima, con qué profunda dignidad ha soportado el peso de la difamación.” (28)

Con este libro, pues, La calumnia, pretende Grande hacer justicia a tan pavorosa injusticia. (28)

Pues bien, a Grande le hubiera bastado haber comprendido el tamaño de semejante injusticia y nada más; arrepentirse y hasta avergonzarse de haber sido un joven que con ligereza irresponsable habría sucumbido al prejuicio y a la injusta difamación, y nada más. Pero no. Félix Grande acometería la tarea inmensa de leerlo todo sobre Lorca y Rosales, de ordenar el material, pensar el modo de abordarlo, y escribirlo con meridiana claridad. Pero si excelso es este libro, por la pulcritud con la que se relata la verdad, no lo es menos por el valor moral que alientan sus palabras, y que nos ofrece una justificación y una semblanza del ensayista y del hombre comprometido siempre con la verdad y la justicia.

Porque, llegados a este punto, en efecto, podríamos preguntarnos por qué a Félix Grande, una vez reconocido su vergonzoso prejuicio contra Rosales, y arrepentido y abochornado por haber creído en la calumnia que tan injustamente se había tejido en torno a él, no le bastó el arrepentimiento o la pública confesión. Félix Grande fue más allá. Escribió un libro. Pero no era un libro sólo sobre Lorca y Rosales. Era también un libro sobre la calumnia como tal, en la que aquellos dos inmensos poetas eran los protagonistas centrales.

Pero si nos preguntáramos el porqué de esta repulsa a la calumnia como tal, no bastaría la amistad que luego fue tejiéndose con Rosales para explicarla. El poeta ensayista Félix Grande había vivido ya muy atrás, siendo muy niño, la calumnia. Era muy niño cuando supo el significado de la misma. Aunque él no haya trazado la conexión de un modo explícito, creo que es esa vivencia temprana la que, de la mano del excelso magisterio de su padre, le llevó a ser un intelectual íntegro, y no un intelectual de salón, o de cuarta fila. Grande nos cuenta los hechos para descartar toda sospecha sobre su persona, para que se conozcan bien sus orígenes humildes y republicanos. Pero al relatarnos su historia, sin darse cuenta, Grande nos estaba presentando al niño experimentando qué es la calumnia, y qué es la indignación ante la misma, y el camino correcto para afrontarla. El niño Félix contaba a su padre que el maestro había dicho que los rojos “eran unos seres satánicos, sin entrañas ni corazón”. Fue entonces cuando su padre le daría una de las lecciones más importantes, inolvidables y fructíferas, de su vida, no sin antes haber escuchado, atónito, que él, su padre, era también un “rojo”. Ante el desconcierto del chiquillo, y tras besarlo tiernamente en la mejilla, dejaría caer sobre él, cual semillas que aguardan el fruto, sus sabias palabras, alentándolo sin ira ni rencor, con serenidad y perseverancia, a la búsqueda, sosegada y sincera, de la verdad y la justicia:

Me contó que en las zonas republicanas también se habían cometido crímenes. Me contó que algunos sublevados eran seres tan buenos y tan dignos como para salvar la vida o ayudar, durante o después de la guerra, a algunos de sus adversarios. Me explicó con paciencia, y casi con delectación, que había habido personas bondadosas y seres enfermos y perversos en los dos bandos de la guerra civil. Me hizo saber, diáfana y cuidadosamente, que lo espantoso era la guerra(…) Me pidió que tratase, cuando fuera mayor, de no caer nunca entre las garras de una pasión política. Me pidió que, cuando creciera y hubiese ya estudiado mucho, tratase de cumplir siempre con mi deber. Me pidió que nunca considerase mi deber nada que se opusiese a la libertad y a la justicia. (…) Me pidió que defendiera siempre aquello que yo creyese justo, pero que nunca me creyese en posesión de la verdad. Y me recomendó que cuando, en adelante, una vez que fuese mayor, tuviese que elegir, tuviese que buscar la verdad, y me fuese difícil encontrarla, recurriese a escuchar dentro de mí el sentimiento de compasión. (...) ¿Somos nosotros entes monstruosos, satánicos y todas esas leches? Asombrado y acongojado, yo miraba a mi padre. Asombrado por la facilidad con que se cree lo que se miente. Mi padre me besó los carrillos y repitió: ese profesor te ha mentido y es un miserable infeliz. Cuando hable de la guerra civil, no le creas. No sabe nada de ella. No aprendió nada en ella. Y trata de que nadie te arrastre nunca a una guerra civil, y cuando seas mayor lucha por que no se produzca otra guerra civil, sin dejar de luchar por la libertad y la justicia. Tú sabrás cómo hacerlo. Puedes empezar ahora mismo: estudiando. Estudia mucho. Aprende todo lo que puedas saber. Los hombres son mejores cuando tienen ilustración...Mi padre parecía creer que en un país “con mucha ilustración” no caben las guerras civiles. Aún no sé si tenía razón.” (41-44).

Pero no es nuestro ínclito caballero de las letras, extremeño y manchego universal, un idealista ingenuo o loco. Por ello mismo, aún más le honra, en su constante empeño por la verdad y la justicia, el saber que la batalla contra la injusticia y el mal nunca estará concluida:

Hace miles de años que las comunidades se defienden de los calumniadores. Hace cuarenta y ocho años que Rosales intentó salvar la vida de Federico García Lorca. “¡Pero Fernando, si es un falangista!” Yo pronuncié esa frase en julio de 1960. En septiembre del mismo año conocí a ese apestado. Desde entonces he charlado con él miles de horas. He contemplado su lenta y digna manera de vivir. He leído todo o casi todo cuanto se ha escrito sobre Federico y Rosales. He leído también libros de historia, psicología, de psiquiatría. Y he creído ver con cierta apesadumbrada claridad que no es el fracaso de Rosales al intentar salvar la vida de su amigo y maestro lo que no le perdonan. Lo que no le perdonan es, precisamente, que intentara salvarle la vida a Federico. No atacan a Rosales porque muriera Federico: cumplidamente saben que se jugó la vida para evitarlo. Lo atacaron porque quiso salvarlo. Y mientras aquella bondad y aquella decisión de Rosales habiten en su cuerpo vivo, seguirán atacándolo. Esa es la ley de la calumnia. ¿Cómo acabar con ella? No ignoro que la calumnia existe desde el origen de las comunidades. Y no ignoro que, a lo largo de milenios de esfuerzo, ni las leyes, los castigos, la piedad y el estudio lograron abolirla. Sé, por tanto, que este libro es inútil. Lo escribo porque tengo que escribirlo. Pero sin esperanza.” (50-51)


Éste es el ejemplo inmenso de un alma inmensa. Esta es la lección suprema de este intelectual de primerísima fila, maestro de sincera modestia, y de probidad sin igual. Desde la clara conciencia de que nunca alcanzaremos la victoria final sobre el mal y la injusticia, Félix Grande, el poeta, el novelista, el ensayista, nos exhorta a seguir en la brecha. Esta falta de esperanza, a la que se refería, no es derrotismo fácil, ni falsa pose intelectual, sino la sobria templanza del sabio y valiente, que en su magnanimidad y entereza, ha vislumbrado que no hay final ni tregua posible para nuestro empeño. Por todo ello, en este día de homenaje, el mejor tributo que podríamos rendirle no es otro que la inconmensurable gratitud para con su obra, imbuirnos de ella, acogerla como semilla, igual que él un día hiciera con las sabias palabras de su padre, y dejar que haga su lento y sosegado, y fecundo trabajo en todos nosotros. Muchas gracias. 

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